La Solemnidad de Corpus Christi. Historia y sentido

http://maratania.files.wordpress.com/2011/06/corpus3-maratania.jpgLa Solemnidad de Corpus Christi se remonta al siglo XIII. Las visiones de Santa Juliana de Mont y el milagro de Bolsena contribuyeron a que Urbano IV publicase la bula “Transiturus” el 8 de septiembre de 1264, en la cual ordenó que se celebrara la solemnidad de “Corpus Christi” cada jueves después del domingo de la Santísima Trinidad.
El propio Urbano IV había conocido de la propia Juliana su visión de la Iglesia bajo la apariencia de luna llena con una mancha negra que significaba la ausencia de una fiesta para conmemorar la Eucaristía. Por otro lado, ocurrió el hecho milagroso de Bolsena: En el año 1264 el Padre Pedro de Praga dudaba sobre el misterio de la transustanciación del Cuerpo y de la Sangre de Cristo en la Eucaristía. Acudió así en peregrinación a Roma para pedir sobre la tumba de San Pedro la gracia de una fe fuerte. De regreso de Roma, cuando celebraba la Santa Misa en Bolsena, la Sagrada Hostia sangró llenando el Corporal de la Preciosa Sangre. Éste, aún se conserva en la catedral de Orvieto.
Como parte de la celebración de esta festividad, la procesión del Corpus Christi, en la que la hostia consagrado sale del sagrario de la iglesia y recorre las calles en una custodia, es tradicional en muchas localidades del orbe católico. En España, son singularmente famosas las de Toledo, Sevilla y Granada.
La Eucaristía es una experiencia fundamental ligada a la vida de cualquier santo, de cualquier católico. En ella se condesan las virtudes cristianas de fe, esperanza y caridad. Por ello, cualquier cristiano que quiera vivirlas con intensidad pone la Eucaristía en el centro de su vida y no hay ningún santo que en ella no se centrase desde San Francisco de Asís a Teresa de Calcuta, desde San Pablo al más humilde de los santos anónimos. La Eucaristía es Parusía, significa la presencia viva de Cristo y es anticipo de su segunda venida. Confiamos en Dios, esperamos la venida de Cristo y vivimos en su Amor.
Decía el paleontólogo (descubridor junto con Henri Breuil del Homo erectus pekinensis) y teólogo jesuita Teilhard de Chardin en “El medio divino”: “No hay más que una misa y comunión. Estos actos diversos no son, sino puntos, diversamente centrales, en los que se divide y se fija para nuestra experiencia en el tiempo y en el espacio, la continuidad de un gesto único. En el fondo, sólo hay un acontecimiento que se desarrolla en el mundo: la Encarnación, realizada en cada uno por la Eucaristía. Todas las comuniones de una vida constituyen una sola comunión. Las comuniones de todos los hombres presentes, pasados y futuros constituyen una sola comunión…
Benedicto XVI lo reseñaba al decir que “La función del sacerdocio es consagrar el mundo para que se transforme en hostia viva, para que el mundo se convierta en liturgia: que la liturgia no sea algo paralelo a la realidad del mundo, sino que el mundo mismo se transforme en hostia viva, que se convierta en liturgia. Es la gran visión que después tuvo también Teilhard de Chardin: al final tendremos una auténtica liturgia cósmica, en la que el cosmos se convierta en hostia viva.”

André Frossard : “Dios existe. Yo me lo encontré"

 (Extraída y resumida de http://caminocatolico.org)
André Frossard nació en Francia en 1915. Como su padre, Ludovic-Oscar Frossard, diputado y ministro durante la III República y primer secretario general del Partido Comunista Francés, Frossard fue educado en un ateísmo total. Encontró la fe a los veinte años en 1935, de un modo sorprendente, en una capilla del Barrio Latino, en la que entró ateo y salió 5 minutos más tarde “católico, apostólico y romano”.
Podéis ver este breve video sobre él si pincháis aquí
(Extractos de su libro Dios existe. Yo me lo encontré)
André FrossardEramos ateos perfectos, de esos que ni se preguntan por su ateísmo. Los últimos militantes anticlericales que todavía predicaban contra la religión en las reuniones públicas nos parecían patéticos y un poco ridículos, exactamente igual que lo serían unos historiadores esforzándose por refutar la fábula de Caperucita roja. Su celo no hacía más que prolongar en vano un debate cerrado mucho tiempo atrás por la razón. Pues el ateísmo perfecto no era ya el que negaba la existencia de Dios, sino aquel que ni siquiera se planteaba el problema. (…)
Dios no existía. Su imagen o las que evocan su existencia no figuraban en parte alguna de nuestra casa. Nadie nos hablaba de Él. (…) No había Dios. El cielo estaba vacío; la tierra era una combinación de elementos químicos reunidos en formas caprichosas por el juego de las atracciones y de las repulsiones naturales. Pronto nos entregaría sus últimos secretos, entre los que no había en absoluto Dios.
¿Necesito decir que no estaba bautizado? Según el uso de los medios avanzados, mis padres habían decidido, de común acuerdo, que yo escogería mi religión a los veinte años, si contra toda espera razonable consideraba bueno tener una. Era una decisión sin cálculo que presentaba todas las apariencias de imparcialidad. ¿A los veinte años quiere creer? Que crea. De hecho, es una edad impaciente y tumultuosa en la que los que han sido educados en la fe acaban corrientemente por perderla antes de volverla a encontrar, treinta o cuarenta años más tarde, como una amiga de la infancia… Los que no la han recibido en la cuna tienen pocas oportunidades de encontrarla al entrar en el cuartel…
Mi padre era el secretario general del partido socialista. Yo dormía en la habitación que, durante el día, servía a mi padre de despacho, frente a un retrato de Karl Marx, bajo un retrato a pluma de Jules Guesde (socialista que colaboró en la redacción del programa colectivista revolucionario) y una fotografía de Jaurès…
Rechazábamos todo lo que venía del catolicismo, con una señalada excepción para la persona -humana- de Jesucristo, hacia quien los antiguos del partido mantenían (con bastante parquedad, a decir verdad) una especie de sentimiento de origen moral y de destino poético. No éramos de los suyos, pero él habría podido ser de los nuestros por su amor a los pobres, su severidad con respeto a los poderosos, y sobre todo por el hecho de que había sido la víctima de los sacerdotes, en todo caso de los situados más alto, el ajusticiado por el poder y por su aparato de represión.

Encontré a Dios sin buscarlo

Sobrenaturalmente, sé la verdad sobre la más disputada de las causas y el más antiguo de los procesos: Dios existe. Yo me lo encontré…
Fue un momento de estupor que dura todavía. Nunca me he acostumbrado a la existencia de Dios.
Habiendo entrado, a las cinco y diez de la tarde, en una capilla del Barrio Latino en busca de un amigo, salí a las cinco y cuarto en compañía de una amistad que no era de la tierra.
Mi mirada pasa de la sombra a la luz, vuelve a la concurrencia sin traer ningún pensamiento, va de los fieles a las religiosas inmóviles, de las religiosas al altar: luego, ignoro por qué, se fija en el segundo cirio que arde a la izquierda de la cruz. No el primero, ni el tercero, el segundo. Entonces se desencadena, bruscamente, la serie de prodigios cuya inexorable violencia va a desmantelar en un instante el ser absurdo que soy y va a traer al mundo, deslumbrado, el niño que jamás he sido.
Antes que nada, me son sugeridas estas palabras: vida espiritual. No me son dichas, no las formo yo mismo, las escucho como si fuesen pronunciadas cerca de mí, en voz baja, por una persona que vería lo que yo no veo aún.
La última sílaba de este preludio murmurado, alcanza apenas en mí la orilla de lo consciente que comienza una avalancha al revés. No digo que el cielo se abre; no se abre, se eleva, se alza de pronto, fulguración silenciosa, de esta insospechada capilla en la que se encontraba milagrosamente incluido. ¿Cómo describir con estas palabras huidizas, que me niegan sus servicios y amenazan con interceptar mis pensamientos para depositarlos en el almacén de las quimeras?
El pintor a quien fuera dado entrever colores desconocidos, ¿con qué los pintaría? Es un cristal indestructible, de una transparencia infinita, de una luminosidad casi insostenible (un grado más me aniquilaría) y más bien azul; un mundo, un mundo distinto de un resplandor y de una densidad que despiden al nuestro a las sombras frágiles de los sueños incompletos.

Una nueva familia, la Iglesia

… Su irrupción desplegada, plenaria, se acompaña de una alegría que no es sino la exultación del salvado, la alegría del náugrafo recogido a tiempo; con la diferencia, sin embargo, de que es en el momento en que soy izado hacia la salvación cuando tomo conciencia del lodo en que, sin saberlo, estaba hundido, y me pregunto, al verme aún con medio cuerpo atrapado por él, cómo he podido vivir allí, respirar allí.
Al mismo tiempo me ha sido dada una nueva familia, que es la Iglesia, que tiene a su cargo conducirme a donde haga falta que vaya; bien entendido que, a pesar de las apariencias, me queda alguna distancia que franquear y que no podría ser abolida más que por la inversión de la gravedad.
Todas estas sensaciones que me esfuerzo por traducir al lenguaje inadecuado de las ideas y de las imágenes son simultáneas, comprendidas unas en otras, y pasados los años no habré agotado el contenido. Todo está dominado por la presencia, más allá y a través de una inmensa asamblea, de Aquel cuyo nombre jamás podría escribir sin que me viniese el temor de herir su ternura, ante Quien tengo la dicha de ser un niño perdonado, que se despierta para saber que todo es regalo.
Habiendo entrado allí escéptico y ateo de extrema izquierda, y aún más que escéptico y todavía más que ateo, indiferente y ocupado en cosas muy distintas a un Dios que ni siquiera tenía intención de negar -hasta tal punto me parecía pasado, desde hacía mucho tiempo, a la cuenta de pérdidas y ganancias de la inquietud y de la ignorancia humanas-, volví a salir, algunos minutos más tarde, “católico, apostólico, romano”, llevado, alzado, recogido y arrollado por la ola de una alegría inagotable.

Una transformación instantánea y total

Al entrar tenía veinte años. Al salir, era un niño, listo para el bautismo, y que miraba entorno a sí, con los ojos desorbitados, ese cielo habitado, esa ciudad que no se sabía suspendida en los aires, esos seres a pleno sol que parecían caminar en la oscuridad, sin ver el inmenso desgarrón que acababa de hacerse en el toldo del mundo. Mis sentimientos, mis paisajes interiores, las construcciones intelectuales en las que me había repantingado, ya no existían; mis propias costumbres habían desaparecido y mis gustos estaban cambiados.
No me oculto lo que una conversión de esta clase, por su carácter improvisado, puede tener de chocante, e incluso de inadmisible, para los espíritus contemporáneos que prefieren los encaminamientos intelectuales a los flechazos místicos y que aprecian cada vez menos las intervenciones de lo divino en la vida cotidiana. Sin embargo, por deseoso que esté de alinearme con el espíritu de mi tiempo, no puedo sugerir los hitos de una elaboración lenta donde ha habido una brusca transformación; no puedo dar las razones psicológicas, inmediatas o lejanas, de esa mutación, porque esas razones no existen; me es imposible describir la senda que me ha conducido a la fe, porque me encontraba en cualquier otro camino y pensaba en cualquier otra cosa cuando caí en una especie de emboscada: no cuento cómo he llegado al catolicismo, sino como no iba a él y me lo encontré. (…)

Alarma familiar

Ese acontecimiento iba a operar en mí una revolución tan extraordinaria, cambiando en un instante mi manera de ser, de ver, de sentir, transformando tan radicalmente mi carácter y haciéndome hablar un lenguaje tan insólito que mi familia se alarmó.
Se creyó oportuno, suponiéndome hechizado, hacerme examinar por un médico amigo, ateo y buen socialista. Después de conversar conmigo sosegadamente y de interrogarme indirectamente, pudo comunicar a mi padre sus conclusiones: era la “gracia”, dijo, un efecto de la “gracia” y nada más. No había por qué inquietarse.
Hablaba de la gracia como de una enfermedad extraña, que presentaba tales y cuales síntomas fácilmente reconocibles. ¿Era una enfermedad grave? No. La fe no atacaba a la razón. ¿Había un remedio? No; la enfermedad evolucionaba por sí misma hacia la curación; esas crisis de misticismo, a la edad en que yo había sido atacado, duraban generalmente dos años y no dejaban ni lesión, ni huellas. No había más que tener paciencia.
Se me toleraría mi capricho religioso a condición de que fuese discreto, como lo serían conmigo. Se me rogó que me abstuviese de todo proselitismo en relación con mi hermana menor. Ella se convertiría a pesar de todo al catolicismo, y mi madre también, bastantes años después de ella.
Frossard escribió el libro de su conversión, Dios existe. Yo me lo encontré, que mereció el Gran Premio de la literatura Católica en Francia en 1969, y que se convertiría en un best-seller mundial. Murió en París en 1995 a los 80 años de edad, tras haber sido uno de los intelectuales católicos franceses más influyentes de su país en el pasado siglo.
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¿CASUALIDAD? Añado por mi parte, que he encontrado casualmente esta historia este jueves de Corpus (la fiesta litúrgica se ha pasado recientemente al domingo, aunque en muchos lugares como Sevilla, Granada o Toledo, sigue siendo festivo el jueves). Frossard comentaba que, cuando tuvo esa experiencia, ignoraba que estaba frente al Santísimo Sacramento y añadía: “Una sola cosa me sorprende: la Eucaristía. No que me pareciese increíble, pero me sorprendía que la caridad divina hubiese emcontrado este método inaudito para comunicarse y, sobre todo, que para hacerlo hubiese elegido el pan que es el alimento del pobre y el preferido de los jóvenes”. Concluye con “Amor, para hablar de ti sería demasiado p0co la eternidad”

La Piedad Rondanini de Miguel Ángel y la libertad

http://maratania.files.wordpress.com/2011/06/la-piedad-de-rondanini-de-miguel-c3a1ngel-buonarotti.jpgEl único afán de cada hombre debe ser la libertad. Si tus ideas o tu vida no te hacen libre, cambia de ideas o de vida. La celebración de Pentecostés es una invitación a aceptar la llamada de la libertad. En donde hay un hombre libre está el soplo creador de Dios. De la misma manera que metafóricamente expresa el texto de los Hechos de los Apóstoles, una lengua de fuego se posó en cada uno de ellos, la libertad pertenece a cada uno de nosotros, a ti mismo, a mi mismo, como persona independiente, como rey de mi propia vida, y nos recrea en un hombre nuevo.
La libertad no es tanto la capacidad de elegir entre varios caminos como el fruto de recorrer el camino de la verdad, por eso decimos que la Verdad nos hará libres. Y es sólo un camino porque si la verdad puede ser paradójica, nunca puede ser plural. De esta manera, aunque busquemos por infinitos caminos, sólo hay uno que llegue al puerto donde somos completamente libres.
La elección de ser libres nos lleva a la consecución del ser perfecto que llevamos dentro, en pasar de ser hombres a ser hijos del hombre. Esa perfección la podemos entender en la Piedad de Rondanini de Miguel Ángel.
Miguel Ángel decía algo así como que la estatua estaba dentro del mármol y sólo había que sacarla. La Rondanini fue su última obra y trabajó en ella hasta su muerte en 1564, cerca de cumplir 89 años. Es, por tanto, la obra que representa lo que había llegado a ser, ya sin la cáscara que le cubría.
Como en la propia vida, Miguel Ángel hubiera podido seguir cincelando la Piedad si la muerte no hubiese dejado como definitivo lo que aparentemente estaba inacabado. Hoy sabemos, que su última obra no necesitaba un golpe más.
En ella, la exquisita belleza formal de la Piedad del Vaticano la sustituyó una espiritual belleza interior conseguida a través de la mezcla entre lo “finito” y el “non finito (el non finito es una técnica iniciada por Donatello en que se deja sin esculpir parte de la obra). Es expresión de la vida con sus claros y oscuros, con los caminos hollados y abandonados, con lo vivido y dejado por vivir. Es el cuerpo que muestra el espíritu. Es la perfección de lo aparentemente imperfecto.
Cristo y la Virgen se nos presentan unidos y, a su vez, en un equilibrio inestable, como si el cuerpo de Cristo se le resbalase. Como el Amor, que por un lado es unión con el otro y, a su vez, sumo desprendimiento. Ambos, aparecen de pie, con la madre en un sufrido esfuerzo por sostenerlo, metáfora del amor y de su compañero el sufrimiento.
Vemos en su Piedad, como la completa libertad creadora de Miguel Ángel le llevó a abrir nuevas fronteras, a descubrir nuevas formas de expresión, a ampliar los límites del arte. De igual modo, la libertad del enamorado de Cristo le lleva a una vida nueva y verdadera.

Miguel Ángel esculpió en un inicio el cuerpo de Cristo más adelante y separado de la Virgen. Finalmente, cambió de idea, quedando de esta primera versión un brazo unido a la roca. Es el arrepentimiento más famoso de la historia del Arte. Y ese brazo quedó así, formando parte del todo. Y es que, en el verdadero arte, en la vida vivida en verdad, vivida libre, todo queda integrado, todo comprendido, todo renovado en una realidad que se hace nueva, que se hace infinita, que nos muestra lo uno y lo múltiple, que explica lo que ha sido, lo que es y lo que será, que te deja aquí y te lleva a todas partes, que te hace a ti y te hace otro, que te revela tu yo, que te revela al otro, dejando colmados todos lo anhelos, todos los anhelos de la libertad, que son sólo uno, que son sólo anhelo de lo perfecto, anhelo de trascendencia, anhelo de Dios.
Extraído de la Bitácora de Maratania

La Piedad Rondanini de Miguel Ángel – A propósito de Pentecostés, la libertad y la perfección